En tiempos violentos

Publicado el 14/10/2025

En tiempos violentos
Al abrir cualquier periódico o desplazarte por las redes sociales, te topas con titulares que hielan la sangre. Cada día, nuevas historias de violencia llenan las pantallas: asesinatos, guerras, abusos, injusticias. Pareciera que el horror se ha convertido en una rutina más de nuestra día a día. Nos hemos acostumbrado a la tragedia, a observarla desde lejos, como si fuéramos espectadores en una sala de cine viendo una película que, en el fondo, también nos pertenece.

Recientemente nos ha tocado leer este terrible titular:
«Detenido por violar a su hija de ocho años en Madrid junto a dos amigos: "No era la primera vez que lo hacía; uno de ellos vigilaba"»

Y dentro de la noticia lees en negrita: «(…) “me lo han hecho por detrás también”, relatando tocamientos y posterior penetración, mientras el progenitor le tapaba la boca para que no se oyeran los gritos (…) La menor estaba sentada en un colchón del salón y hacía gestos de dolor (…)»

Vivimos, o sobrevivimos, en tiempos violentos. No sé si más o menos que otros, pero sin duda violentos. Y desde la comodidad de nuestra butaca, asistimos a la proyección de los más infames horrores de los que el ser humano es capaz. Lo hacemos con una mezcla de asombro, miedo y resignación, bajo la ilusión de que todo ocurre fuera, en otro lugar. Que solo le sucede a otros.

Hemos hecho un pacto tácito: renunciar un poco a la libertad a cambio de seguridad. En Occidente, ese intercambio silencioso se traduce en cámaras en cada esquina, en vigilancia constante, en una aparente protección que nos mantiene a salvo del estallido de las bombas, del silbido de las balas o de la furia de unas manos que, aunque fueron hechas para crear y amar, también pueden destruir.
Vivimos bajo una cúpula invisible, una especie de campana de cristal que nos separa de la barbarie exterior. Pero esa protección es frágil, y a veces se resquebraja. Basta un acto de violencia cercano —una agresión en el vecindario, un suceso trágico en la ciudad, una noticia que involucra a alguien que conocemos— para que la ilusión se rompa. Entonces nos preguntamos, consternados: ¿Cómo es posible que algo así ocurra en nuestra sociedad “civilizada”, tan avanzada, tan moderna, tan segura?

La respuesta, aunque duela, es sencilla: porque nosotros también somos parte de esa violencia. No somos tan distintos de aquellos que señalamos con el dedo desde la comodidad de nuestras pantallas. Somos seres humanos, de carne y hueso, con emociones, con miedos, con pensamientos nobles y otros menos amables. Llevamos dentro la misma dualidad que caracteriza a nuestra especie: la capacidad infinita de amar y, al mismo tiempo, la tentación destructiva de dañar.

En realidad, no pretendía hacer un ensayo sobre los horrores de la humanidad, aunque sea difícil escapar de ellos. Lo cierto es que quería hablar de nuestra fragilidad, de ese hilo tan fino que separa la bondad de la crueldad. Al hilo de esa noticia, quería detenerme un momento en los más vulnerables de todos: los niños.
Sí, los niños. Los del llamado “primer mundo” y los del “tercero”. Los que viven entre comodidades y también los que apenas sobreviven entre ruinas. Los que sufren abusos, abandono o maltrato. Los que son víctimas de guerras, de indiferencia, de pobreza o de simples descuidos.
Porque ellos, los niños, son lo más puro que tenemos como especie. Representan nuestro pasado y nuestro futuro, la promesa de que algo mejor puede existir. Son el reflejo más honesto de lo que fuimos y la esperanza de lo que podríamos llegar a ser. Y, sin embargo, los herimos. Les robamos la inocencia, los usamos, los olvidamos.
¿Qué hace que unas manos, creadas para proteger y acariciar, se conviertan en instrumentos de dolor? ¿Qué mecanismo se activa dentro de una persona para hacer daño a un ser indefenso? ¿Qué falla en nosotros como sociedad, como seres humanos, cuando permitimos que eso ocurra día tras día?
No tengo las respuestas. Me gustaría tenerlas. A veces pienso que simplemente hemos aprendido a mirar hacia otro lado. Observamos la tragedia ajena desde la distancia, como si el dolor de los demás no nos rozara. Nos indignamos por unos minutos, compartimos una noticia, escribimos un comentario dolido en redes… y luego seguimos con nuestra rutina.

Quizá, esa pasividad sea también una forma de violencia. Una violencia silenciosa, cómoda, moderna. Mientras no nos toque directamente, seguimos contemplando, impasibles, la película de la vida: a veces bella, a veces cruel.
Probablemente el primer paso para cambiar algo sea reconocer nuestra fragilidad, admitir que no somos espectadores sino actores en esta historia. Que cada gesto cuenta: la forma en que tratamos a los demás, la empatía que mostramos, la atención que brindamos a quienes están más cerca. Porque la violencia no empieza con una bomba o un arma, sino con la indiferencia, con el desprecio, con el olvido de que el otro también siente y sufre.

No se trata de vivir con miedo ni de renunciar a la esperanza. Se trata, más bien, de despertar. De recordar que la humanidad —esa palabra tan grande— se construye en lo pequeño: en la ternura, en el respeto, en la compasión... Si logramos recuperar eso, quizás un día podamos mirar el mundo sin sentir que la violencia es inevitable.
Hasta entonces, seguiré observando, junto al resto de los mortales, esta película que a veces me maravilla y otras me horroriza. Trataré, aunque solo sea con palabras, de cambiar el guion tal y como siempre lo he procurado.
Autor: Luis Molina Aguirre
🗨️ Comentarios
Anabel - 22/10/25:
Me parece muy acertado, tal como está la sociedad hoy en día la describe a la perfección. Por cierto muy bien relatado
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Luis Molina Aguirre
Luis Molina Aguirre

Luis Molina (Madrid, 1974) es escritor y analista de software. Fue militar y escolta privado. Es autor de novelas, relatos y poesía, aborda la intriga, el terror, la fantasía y la historia con un estilo ágil y propio mezclando misterio, emoción y reflexión.
Luis es socio fundador de "Una mirada liberal"

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