La libertad como principio y límite: una defensa del liberalismo en tiempos de incertidumbre

Publicado el 08/10/2025

La libertad como principio y límite: una defensa del liberalismo en tiempos de incertidumbre
En una época en la que los extremos ideológicos resurgen y los gobiernos parecen tentados a ampliar su poder con la excusa de la seguridad, el bienestar o la justicia social, el liberalismo sigue siendo una de las doctrinas más necesarias y, paradójicamente, una de las más incomprendidas. No es una ideología del pasado, ni una defensa ciega del mercado; es, ante todo, una filosofía de la libertad, una manera de entender la vida política y económica donde el individuo ocupa el centro, y el poder, cualquiera que sea su forma, tiene límites claros.

El liberalismo nació de una profunda desconfianza hacia el poder absoluto. Sus raíces se hunden en el siglo XVII, cuando pensadores como John Locke defendieron que los seres humanos poseen derechos naturales que ningún gobernante puede vulnerar: la vida, la libertad y la propiedad. Estos derechos no provienen del Estado; al contrario, el Estado solo tiene sentido si existe para protegerlos. Cuando olvida este propósito y busca dirigir o “salvar” a los ciudadanos, deja de ser un guardián de la libertad y se convierte en su enemigo.

El primer principio liberal es, por tanto, la libertad individual. Cada persona debe tener el derecho de decidir cómo vivir, qué creer, qué decir y qué perseguir. La libertad no es un lujo ni una concesión del poder: es una condición moral que nos define como seres racionales. Pero, como recordaba la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, esa libertad encuentra su límite en los derechos de los demás. No hay libertad legítima cuando se ejerce para oprimir, censurar o imponer. La verdadera libertad exige responsabilidad y respeto recíproco.

A partir de ese núcleo se desprende otro principio esencial: la igualdad ante la ley. El liberalismo no niega las diferencias naturales entre los individuos —de talento, de esfuerzo, de fortuna—, pero sí rechaza cualquier desigualdad impuesta por el privilegio o por la arbitrariedad del poder. Todos deben ser juzgados por las mismas normas, sin importar su origen, religión o condición social. La ley, en una sociedad libre, no puede ser instrumento de unos contra otros, sino regla común que protege la dignidad de cada persona frente a los abusos.

De ahí surge también la exigencia liberal de limitar el poder del gobierno. Un Estado sin límites, incluso si se presenta como benefactor, termina erosionando las libertades que dice defender. La historia del siglo XX es un testimonio trágico de lo que ocurre cuando los gobiernos se erigen en salvadores: el precio suele ser la libertad individual. El liberalismo propone, en cambio, un Estado de derecho, con poderes separados, leyes claras y controles mutuos. El poder debe ser un instrumento, no un fin en sí mismo. Y los ciudadanos no deben temer al Estado; el Estado debe temer vulnerar sus derechos.

En el terreno económico, esta idea se traduce en el libre mercado y en la defensa de la propiedad privada. Como escribió Adam Smith, no es la benevolencia del panadero la que nos alimenta, sino su interés por mejorar su propio bienestar. En esa búsqueda legítima de beneficio, cuando se desarrolla dentro de un marco legal justo y competitivo, surge el progreso general. El mercado, lejos de ser un caos, es un espacio de cooperación voluntaria, donde millones de decisiones individuales se coordinan sin necesidad de una mano autoritaria que las dirija. Cuando el Estado intenta sustituir esa libertad económica por planificación central o regulaciones excesivas, termina sofocando la innovación y la prosperidad que pretende fomentar.

La propiedad, en este sentido, no es solo un derecho material, sino una condición de autonomía. Quien depende completamente del poder político o de la voluntad de otros, no es verdaderamente libre. Por eso, proteger la propiedad —entendida como fruto del trabajo y del esfuerzo personal— es proteger la libertad misma. De ahí la importancia de un marco jurídico estable, donde los contratos se respeten y los impuestos no se conviertan en herramientas de castigo ideológico.

Sin embargo, el liberalismo no se limita a la economía ni a la política institucional. También es una actitud moral frente a la diversidad. La tolerancia es un valor esencial del pensamiento liberal. Reconocer la libertad de cada individuo implica aceptar que existen múltiples formas legítimas de vivir, pensar y creer. No hay progreso sin pluralismo, y no hay convivencia sin el respeto a la diferencia. La imposición de una única visión moral, cultural o política —sea de derecha o de izquierda— es contraria al espíritu liberal, que confía más en el diálogo que en la coerción, más en la persuasión que en la imposición.

Hoy, cuando muchos piden más intervención estatal para resolver los problemas de la sociedad, el liberalismo recuerda algo fundamental: no hay poder más eficaz que el que los individuos ejercen sobre sí mismos. El progreso humano surge de la creatividad, del trabajo y de la cooperación voluntaria, no de la coacción ni del control. Un Estado fuerte en derechos, pero limitado en funciones, es la mejor garantía de una sociedad próspera y libre.

Defender el liberalismo, en definitiva, no es defender la codicia ni el egoísmo, como a veces se caricaturiza. Es defender la dignidad humana frente a la tentación del paternalismo. Es confiar en que los hombres y mujeres, cuando son libres y responsables, pueden construir un orden más justo y más humano que cualquier sistema impuesto desde arriba. En tiempos de incertidumbre, recordar estos principios no es un gesto nostálgico, sino un acto de resistencia moral: una afirmación de que la libertad sigue siendo el único terreno fértil donde pueden florecer la justicia, la paz y el progreso.

Porque la libertad no se hereda: se defiende, se cultiva y se ejerce por encima de todo.
Autor: Redacción-Administrador
🗨️ Comentarios
Pedro - 23/10/25:
La libertad de decidir.
La libertad no es hacer lo que le dé a uno la gana, hay que tener límites, es decidir cada uno libremente sin dañar a nadie.
Esperanza Alfaro - 10/10/25:
No cabe duda, que en estos tiempos que corren, la defensa de la libertad individual, la propiedad privada, la igualdad ante y en la Ley y, por supuesto, el control y la limitación del poder del Estado y de la administración en general, se hace imprescindible, pues los políticos pugnan como nunca por limitarlos, por no decir suprimirlos.
Román - 10/10/25:
Estoy de acuerdo, la libertad debe ser el horizonte de todo ser humano y de toda sociedad. Ha de preservarse por encima de cualquier cosa, ya que una persona sin libertad, simplemente no es persona.
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Redacción-Administrador
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Redactor jefe de Una mirada liberal. Toda una vida con las letras, toda una vida defendiendo la libertad.

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